viernes, 24 de julio de 2009

El intruso


La sencillez de todos los movimientos pasaba a ser cada vez más tediosa, formando una atmósfera crítica.
Quizás sus pasos cadenciosos no eran tales y solo eran el producto de una cojera crónica. Se adelantaba desde el horizonte y sus formas eran cada vez más nítidas.
Si en ese momento cayera un chaparrón su silueta se dividiría y distorsionaría su contorno. Debajo de su chaqueta respiraba dificultosamente y se esforzaba en no parecer tan fatigado, pero el sonido que exhalaba era de llamarse agitación.
Tras recorrer todo el camino tortuoso que lo llevaba a su nueva casa, la que había comprado con tanta ilusión, sus pasos eran más fuertes, más seguros, pues pretendía llegar rápidamente a ella.
En el tiempo que tuvo que dejar la otra casa, todo parecía despedirse. El barrio, los vecinos, aún los árboles que rodeaban la calle.
Hacía ya largo tiempo que estaba en ese lugar, quizás unos treinta años, los que transcurrieron con la mayor felicidad. En esa casa comenzó su vida de casado, allí crió a sus hijos, y luego devino el final, cuando se enteró que su mujer estaba muy enferma. Se desesperó, no tenía con qué afrontar los gastos que se le venían encima como un torrente. Tuvo que vender algunas de sus posesiones, entre ellas un hermoso automóvil de los años 30 que tenía como reliquia. Hasta que ya no hubo más que vender y tuvo que recurrir a la venta de la casa. Ella era amplia y acogedora, tenía un enorme jardín y muchos árboles a su alrededor. Mientras tanto, su esposa, Margarita, cada vez estaba peor. Su salud ya pendía de un hilo, y ese hilo un día de primavera se rompió.. Y quedó solo, con sus deudas, sin sus hijos, pues estos habían partido para el extranjero en busca de mejores oportunidades.
También apareció quien le compró la casa, y pudo entonces pagar todo lo que debía, y comprarse esta más pequeña, en los suburbios de la ciudad. El barrio era bastante pobre.
Le esperaban tiempos difíciles de adaptación que quizás no podría lograr a estos años, pues ya rondaba los setenta.
Y ahí estaba de pie junto a la puerta, casi sin animarse a abrirla, como sintiéndose intruso...

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